domingo, 24 de febrero de 2008

¿Qué les ocurrió a los hermanos Coen?

Vaya por delante que "No es un país para viejos" no me parece, en su conjunto, una mala película. Más bien, todo lo contrario. Y Javier Bardem defiende con solvencia su papel, aunque he de decir que mi favorito para el oscar al mejor actor secundario es Casey Affleck, mi predilecto de los hermanos Affleck, y por lo que se ve mucho menos problemático y jactancioso que Ben. Claro que admito que en esta cuestión no soy del todo objetivo. Casey Affleck reúne, para mí, dos características que le hacen tremendamente más oscarizable que Bardem. De la primera ya hablaremos en otro momento, si la ocasión lo requiere; la segunda es que reúne un atractivo salvaje al que reconozco que no soy inmune, de ahí mi falta de objetividad.
A lo que íbamos. Sin ser, ni mucho menos, una mala película, "No es una país para viejos" comete el pecado, nada venial en unos autores tan consagrados como los hermanos Coen, de cambiar de tren en el último momento. De esta manera, un thriller que durante sus setenta o setenta y cinco primeros minutos de metraje (no lo cronometré, francamente) discurre con convicción, persuasión y armonía trepidante (si es que la armonía puede tener esta cualidad) se convierte, en su tramo final, en una mala copia de Bergman, con diálogos y monólogos intimistas (o que pretenden serlo) que cortan de raíz la dinámica que hasta ese momento había tenido la película. Como suele decirse, si quieres una pizza no acudas a una arrocería. O, mucho peor todavía, imagínense la cara de desconcierto que se le queda al comensal cuando la pizza que ha pedido se transforma, instantáneamente, en un arroz a la marinera.
Eso es lo que, a mi juicio, ocurre con este trabajo de los hermanos Coen: de thriller evoluciona, pero sin evolución ninguna de por medio, a un drama intimista en el que el personaje interpretado por Tommy Lee Jones pasa a llevar la voz cantante en detrimento de la lucha cruenta y sin cuartel que hasta ese momento de la película mantenían Javier Bardem y Josh Brolin. Una espectadora que asistió al mismo pase que yo comentaba, a la salida del cine, que no esperaba nunca que el atribulado personaje de Brolin muriera de esa manera, es decir, casi sin morir, de un plano a otro, y sin que los directores nos permitieran asistir a su muerte. Y ello después de que los espectadores nos mordiéramos las uñas, y parte del muñón, contemplando la persecución implacable a la que Bardem somete a un aparentemente indefenso Brolin que, a fuerza de coraje y determinación, no solo va dando esquinazo a su acosador, sino que en un momento determinado llega a tenerle contra las cuerdas.
Creo que interpreto plenamente el sentir del resto de espectadores si digo que todos esperábamos con ansiedad el desenlace de esa situación límite, confiando, secretamente, en que el bueno de Brolin acabara dando su merecido a su oscarizable oponente. Pues nada de eso. De un fotograma a otro, Brolin pasa de ligar con la propietaria de un chalet con piscina a ser un cadaver ahumado sin otra expectativa que confiar en una eficaz incineración. Es ahí, con la aparición del cadáver de Brolin, cuando la película se convierte en un auténtico fiasco, adobado por las tediosas reflexiones del sheriff Lee Jones y con Javier Bardem dedicado a liquidar, uno tras otro, al resto de personajes de la historia, que a esas alturas de la narración constituían un incordio para el tono bergmaniano que los Coen pretendían conferir a la cinta. Hasta la suegra de Brolin la palma, aunque en su caso de muerte natural.
En fin, ¿qué quieren que les diga? ¿Que no entiendo a los cineastas? Pues debe ser eso, pero como usuario habitual de restaurantes les aseguro que la próxima vez que entre en una pizzeria me aseguraré de que, en efecto, sirvan pizzas, no sea cosa que quienes regenten el establecimiento sean los mismísimos hermanos Coen. Con ellos nunca se sabe.

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